Según los datos entregados por el Ministerio de Justicia y Gendarmería, el 59,3% de las mujeres cumplen condena por delitos relacionados con el tráfico de drogas, mientras que en el caso de los hombres la cifra representa un 24%.
En este sentido, Chile es el segundo país a nivel latinoamericano con la tasa más alta de población femenina privada de libertad. En nuestro país ha existido, por tanto, un notorio aumento en este ámbito. Sin duda, la aplicación de la Ley 20.000, dirigida a sancionar el tráfico de estupefacientes y sustancias ilícitas, se ha transformado en la causa principal de que tantas mujeres se encuentren cumpliendo condenas con privación efectiva de libertad, tratándose de un fenómeno en aumento.
En realidad, y para ser más específicos, este aumento se explica en gran parte por la introducción del delito de microtráfico a nuestro sistema legal (art. 4 de la Ley 20.000), es decir la venta de pequeñas cantidades de droga. Su principal objetivo se centraba en no sancionar de manera excesiva aquellas conductas que eran poco relevantes desde el punto de vista de las sustancias efectivamente negociadas. De hecho, la pena aplicable es de presidio menor, en su grado medio a máximo (en un rango que va de 541 días a 5 años, según los casos). Sin embargo, por la aplicación de este mismo rango de pena y por la concurrencia de otros factores, algunas de estas penas (cuando son más altas) no pueden cumplirse con medidas alternativas como la libertad vigilada.
La paradoja se tradujo en la ampliación del espectro, abarcando conductas que están en un límite difuso con el consumo (impune, bajo ciertas condiciones bien restrictivas). En esta misma línea, las mujeres, en materia de la división del trabajo dentro de la esfera de los ilícitos, se ven mayormente envueltas dentro del microtráfico, ya sea por temas de roles de género establecidos, o por las circunstancias singulares a las que se enfrentan desde un punto de vista territorial y de horarios.
Por otro lado, en el caso de la población masculina privada de libertad en Chile, los delitos más recurrentes tienen una amplia diversidad, encabezados por robos, hurtos, homicidios, conducción en estado de ebriedad, entre otros ilícitos.
Cabe destacar que existe una subcultura carcelaria femenina distinta a la de los hombres. Este fenómeno comenzó a ser estudiado por la sociología estadounidense en los años sesenta, y sus resultados han mostrado una sorprendente universalidad (que puede, con algunas adaptaciones no muy forzadas, aplicarse a la realidad sudamericana, en general, y chilena, en particular).
De esta manera, existen diversos modelos de explicación de la subcultura carcelaria. Sin embargo, uno de los más eficaces es el que hace referencia a la importación de un modelo familiar desde el medio externo hacia el interior de la cárcel. Por ello se despliegan actividades ligadas a la maternidad y a la reproducción de ciertos roles de cuidado, al interior de las cárceles femeninas, impensables en las masculinas.
Lo dicho no excluye las conductas violentas o abusivas al interior de los recintos carcelarios femeninos, pero es palmario que tales violencias se encuentran presentes en un grado sustancialmente menor que en el medio masculino. En las cárceles de mujeres, la gestión del conflicto en general está supeditada a muchos factores que atemperan la violencia. La importación del modelo familiar genera un sistema que imita ciertos estándares relacionados con la protección y la familia; aunque sea mucha veces un obvio simulacro, permite que constatemos sus resultados, muy favorables si son comparados con los de las cárceles masculinas, en lo que a la neutralización de la violencia se refiere.
Sergio Sánchez Rodríguez
Aacadémico de la Universidad Andrés Bello
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