Lucía hablaba por teléfono celular sin mirar el camino, esquivando transeúntes como quien camina entre fantasmas. El tráfico rugía a su lado, los semáforos parpadeaban en un idioma sin emoción y las vitrinas reflejaban una versión brillante pero falsa del mundo.
—Sí, sí… lo tengo claro, Diego. Te llamo cuando llegue —dijo mientras se abría paso por la acera como una hoja llevada por el viento.
Fue entonces cuando chocó con alguien. El golpe la sacudió. El celular cayó al suelo y se apagó. Al agacharse para recogerlo, sus ojos se cruzaron con los de la otra persona… y el mundo pareció detenerse.
La mujer frente a ella era idéntica. No solo parecida, no solo un aire: era su rostro, su cuerpo, su expresión exacta reflejada sin espejo. Vestía distinto —un abrigo rojo que Lucía jamás había usado—, pero tenía la misma mancha de nacimiento en la mandíbula, el mismo lunar junto al ojo izquierdo y esos mismos ojos grandes que siempre la habían incomodado en las fotografías.
La otra Lucía dio un paso atrás, pálida. Sus labios temblaron.
—Tú… no deberías estar aquí —susurró. Luego desapareció entre la multitud, tragada por la ciudad.
Lucía quedó paralizada en medio de la acera, ignorando las miradas ajenas y las bocinas que reventaban en la calle.
Esa noche no pudo dormir. Ni la música ni el vino ni los mensajes de Diego lograron alejar la sensación de desdoblamiento. Sentía que el tiempo la miraba desde otra dirección. Soñó con espejos rotos, con pasillos sin salida, con ella misma observándola desde el otro lado del cristal.
Al día siguiente volvió al mismo lugar, a la misma hora. Esperó. Caminó. Observó rostros, sombras, gestos, pero no volvió a verla.
Los días se tornaron una rutina de vigilancia. Empezó a notar pequeñas señales: una flor marchita que aparecía cada día en el umbral de su edificio; una canción de su infancia que sonaba, sin explicación, en distintos rincones de la ciudad; una niña que la llamó por otro nombre: «Ágata».
Y entonces, la volvió a ver.
Fue en un café pequeño del centro. Su doble estaba sentada junto a la ventana, leyendo un libro. Esta vez Lucía se acercó.
—¿Quién eres? —preguntó, temblando.
La otra levantó la mirada con una mezcla de tristeza y ternura.
—Soy la versión que abandonaste —dijo.
—¿Qué?
—La que se quedó cuando decidiste no irte. La que dijo “sí” cuando tú dijiste “no”. La que tomó el tren. La que no huyó. Estoy aquí porque el tiempo ha empezado a colapsar. A veces, las decisiones que enterramos regresan a buscarnos.
Lucía no entendía, pero en el fondo algo en su alma sí. Las decisiones. Los caminos no tomados. Las versiones posibles de sí misma que había dejado morir sin siquiera despedirse.
—¿Y qué quieres?
—Nada. Solo recordarte que aún puedes elegir.

La otra Lucía se levantó, dejó unas monedas en la mesa y salió del café sin volver la vista atrás. Esta vez, Lucía no la siguió.
Desde entonces, algo cambió. Empezó a decir “no” con más fuerza, pero también “sí” con más valentía. Cambió de trabajo. Viajó sola. Llamó a su padre después de cinco años. Aprendió a estar con ella misma sin sentir que faltaba alguien.
No volvió a ver a la otra Lucía. Aunque, a veces, al pasar frente a un escaparate, veía una figura que la observaba desde dentro, con un abrigo rojo y una sonrisa serena.
Y ya no sentía miedo. Solo gratitud.

(Cuento creado por Arica Hoy y la IA (Inteligencia Artificial)