Martina tenía 29 años y un calendario marcado en rojo: faltaban exactamente doce días para su boda con Joaquín. Todo parecía en orden —el vestido colgado en la casa de su madre, el salón de eventos reservado, las alianzas grabadas— hasta que encontró el cuaderno.
No era suyo. Ni de Joaquín. Apareció en una caja olvidada en el desván de la casa de su abuela, mientras buscaba una figura antigua para decorar la mesa de recuerdos. Era un cuaderno escolar, forrado con papel de estrellas y firmado con una letra infantil: “Joaquín A.”
Lo abrió sin pensar. Dentro había dibujos toscos de cuerpos, rostros con bocas abiertas, y frases repetidas como mantras: “Yo no tengo la culpa. Ellos lo pidieron. Nadie me detuvo.”
Esa noche no durmió. Al día siguiente, le mostró el hallazgo a Valeria, su mejor amiga, que además era psicóloga.
—Esto… esto puede ser una forma infantil de procesar algo que vivió. O algo que hizo —dijo Valeria, examinando el cuaderno con guantes—. No es concluyente, pero es extraño.
Martina no pudo dejarlo pasar. A escondidas, reunió a un pequeño grupo: Valeria, Tomás —experto en seguridad informática— y Felipe, estudiante de derecho y activista contra el abuso infantil. Ellos serían sus aliados. Su misión: saber si Joaquín había dañado a alguien. Y si lo había hecho, impedir la boda… o peor.
Los días siguientes fueron una danza entre la vigilancia y la paranoia. Tomás rastreó antiguos perfiles escolares, foros olvidados, conversaciones enterradas. Encontraron un comentario anónimo en un blog de 2008: “Él lo hacía en el bosque, detrás del colegio. Nadie lo vio. Nadie dijo nada. Pero yo me acuerdo.”
—La dirección apunta a una biblioteca pública de Maipú —explicó Tomás—. Es imposible rastrear al autor, pero la coincidencia de fechas con el colegio de Joaquín es… inquietante.
Felipe, por su parte, intentó ubicar a antiguos compañeros de Joaquín. Contactó a tres. Dos lo recordaban como un tipo simpático, callado. El tercero, en cambio, cortó la llamada en cuanto oyó su nombre.
Martina ya no podía mirarlo igual. Joaquín seguía siendo atento, amoroso, pero ella lo observaba con otros ojos. Cada sonrisa le parecía una máscara. Cada gesto de ternura, un ensayo bien practicado.
Valeria insistía en mantener la cautela.
—Cuidado, Martina. Podríamos estar construyendo una historia sin pruebas. El daño que causamos, si nos equivocamos, también es real.
Pero la obsesión ya había echado raíces. Y la noche del ensayo general, todo se quebró.
Tomás había conseguido acceso al historial de navegación de una antigua cuenta de Joaquín, vinculada a un viejo correo. Allí, entre búsquedas banales, apareció una frase que los heló: “cómo olvidar algo que hice cuando era niño.” Junto a eso, una descarga de un libro titulado “La culpa oculta: testimonios de agresores infantiles.”
—Esto lo confirma —dijo Felipe—. El tipo carga con algo. Y no es poesía.
Martina confrontó a Joaquín al día siguiente. Sin rodeos.
—¿Qué hiciste cuando eras niño? ¿A quién le hiciste daño?
Joaquín palideció.
—¿De qué estás hablando?
Ella le mostró el cuaderno. Él lo miró como si viera un fantasma.
—¿Dónde encontraste esto? Esto es mío… sí, pero no es lo que piensas.
Le explicó, con voz rota, que había sido víctima de abuso por parte de un primo mayor cuando tenía ocho años. Que su psicóloga le había pedido escribir y dibujar sus recuerdos. Que por años vivió con culpa, con la idea torcida de que él también había sido culpable.
—Nunca se lo conté a nadie más. Guardé ese cuaderno para… para no olvidarlo todo. Pero no lo volví a abrir.
Martina se desmoronó.
El grupo se disolvió en silencio. Valeria lloró. Felipe se encerró. Tomás borró todo lo que había rastreado.
Y la boda… la boda se hizo igual, pero distinta. Joaquín y Martina se casaron, sí. Pero con cicatrices nuevas. La confianza, tan fácil de erosionar, costaría años en reconstruirse.
Un mes después, Valeria recibió un correo anónimo. Solo una frase: “Hay secretos que no deben ser desenterrados si no estás dispuesto a soportar su peso.”
Y adjunta, una fotografía. No de Joaquín. Sino de otro rostro, uno familiar. El primo.
Martina nunca supo que Valeria siguió investigando. Y que, esta vez, el monstruo sí estaba allí.
(Cuento creado por Arica Hoy y la IA (Inteligencia Artificial)